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El cura que dió su nombre a un muerto.

Enviado el 12 enero, 2008 en Varios por PorfinLibreYa

             El carro fúnebre llegó al cementerio envuelto en el silencio, sólo acompañado por el sonido ritmico de los cascos de los corceles, sin comitiva con rostros de duelo, sin honor alguno. Sólo un carruaje de pobre aspecto le sigue llevando como pasajero a la viuda. A la dolorida esposa no se le permite velar el cuerpo como marca la tradición, ni siquiera el menor detalle de respeto con el fallecido.
             El capellán de la necrópolis la atiende en la entrada. Tras la frase de consuelo le señala en silencio: -Vuelva pasado mañana, señora.Tendré algo para usted-. La inhumación fue rápida y sin señalar el sitio. El párroco tomó todas las precauciones y alertó a los sepultureros guardar absoluto secreto sobre el sitio del enterramiento. Los trabajadores del cementerio acostumbrados al rictus de la muerte aun llevan los rostros pálidos por ver un cadáver tan desfigurado y menos el de un anciano de setenta y tres años. Impactos de bala y decenas de machetazos se reparten por el cuerpo, uno de ellos marca un profundo tajo en la zona derecha del rostro que le cercenó de raíz hasta la oreja de ese lado. El padre verifica  hasta el menor detalle para preservar el cuerpo del robo o la profanación.
            Cuando la señora acudió en la fecha acordada, el capellán la acompañó hasta el lugar donde en una cruz se leía: E.P.D. Felipe Augusto Caballero. La viuda vuelve el rostro al cura, está estupefacta, el nombre que aparece en la cruz es el de él. Le explica con voz pausada, de santo varón que es la única manera de preservar las reliquias de un héroe cuya orden de muerte salió directamente de la casa de gobierno. El cuerpo debe esconderse de los que se atrevieron a quitar la vida a un pedazo de la historia de Cuba.
             La viuda agradecida observa al cura. Un santo al que tras unos años muy pocos recordarán pero que con su inestimable ayuda se protegieron los restos para la posteridad de un insigne cubano. Corría el mes de agosto de 1906, el cuerpo macheteado y enterrado sin honores pertenecía nada menos que a José Quintino Banderas Betancourt: Quintin Banderas.


        De tez negra, carácter fiero, hosco y de pocas palabras, con rostro poco agraciado pero altivo. Dotado con una cualidad ideal para esculpir el combatiente por antonomasia, carencia total de temor o prudencia, la palabra enemigo provoca  en él arrebatos de cólera convertidos en mandobles de hoja de acero pulcramente afilada. Un expediente militar envidiable y una vida azarosa, repleta de anécdotas. Detalles de heroicidad tal como tener el altísimo honor de ser el último oficial que hostigó con tamaño ímpetu a la columna de Sandoval que llevaba como botín el cuerpo exánime del apóstol, que la fuerza hispana tuvo que detenerse en Parana. El bardo se resistió hasta el último instante a abandonar el cuerpo del Delegado en manos enemigas. Hombre de tal talla, provoca el quiebro orgulloso de nuestra voz por tanto orgullo al pronunciar su nombre: Quintin Banderas Betancourt.
         Dos veces lo degradaron y las dos volvió a recuperar sus estrellas de General. Combatió en las tres guerras de independencia y estuvo junto a Maceo en la Protesta de Baraguá. Fue albañil y marinero y aprendió a leer y a escribir cuando frisaba los 50 años. Se dice que en plano personal podía mantener amistad sincera con un español, pero era implacable con los cubanos que servían a España. De ahí el célebre diálogo que sostenía con los traidores: ¿Cómo te ñamas? ¡Te ñamabas!
En 1895 Maceo le confía la jefatura de la infantería de la columna invasora y en ese mismo año Gómez lo designa al frente de la Primera División del Cuarto Cuerpo de Ejército que abarcaba los distritos de Sancti Spíritus, Remedios y Trinidad. Se desplaza después hacia la región de Sagua la Grande hasta reencontrarse con Maceo en Matanzas. Después del ataque a Batabanó cruza la trocha de Mariel a Majana para sumarse a la segunda campaña de Pinar del Río. Allí Maceo lo destituye, pero Quintín continúa combatiendo y Maceo se ve obligado a felicitarlo por el éxito de su ataque a San Cristóbal. Entre el 18 de marzo y el 13 de junio de 1896 interviene en unos 11 combates de significación.
Otra vez vuelve a designársele jefe de la Primera División del Cuarto Cuerpo, con la misión de reagrupar tropas en la zona villareña y conducirlas a occidente. Cruza de nuevo la trocha y se asienta en la región de Trinidad, pero Calixto García le encomienda crear la División de Voluntarios de Oriente para que operara con ella en la parte occidental del país. Con cien orientales de infantería, Quintín cruza la trocha de Júcaro a Morón el 23 de marzo de 1897 para establecerse nuevamente en Trinidad y se niega a trasladarse a su destino hasta que no se le suministren los pertrechos que estima necesarios.
Por eso, en julio, Gómez lo destituye y un consejo de guerra lo procesa por desobediencia, insubordinación, sedición e inmoralidad entre otras razones por sus manifestaciones abiertas contra los jefes y su carácter mujeriego. Se le priva de todos sus derechos políticos y militares, pero se le permite mantener una escolta de 12 hombres y dos ayudantes, con los que sigue peleando por su cuenta. Concluyó la guerra en calidad de jefe excedente y con grados de General de División.
En la paz Quintín Bandera fue víctima de la discriminación y el desempleo. Pidió en cierta ocasión ayuda a Estrada Palma y el mandatario quiso librarse de él con cinco pesos que el bravo guerrero rechazó indignado.
Enterado del incidente el jabonero Sabatés dispuso que cada vez que el General pasara por las oficinas de su fábrica se le entregara un luis de oro. Pero Quintín, que tenía cuatro hijos que mantener, quería trabajo y no limosnas, y Sabatés tuvo que decirle que para su alta jerarquía era inapropiada la única plaza disponible en su establecimiento, la de sereno.
Otro jabonero, Ramón Crusellas, acudió en su auxilio. Lo contrató como propagandista de sus productos, y se asegura que Quintín andaba contento por La Habana con la promoción de los artículos de Crusellas, mientras que, “para ilustrarme”, decía, asistía a la academia del después periodista Miguel Ángel Céspedes. En eso lo sorprendió la guerrita de agosto.
Tras ser sofocada la rebelión, la implacable orden fue dictada directamente por Tomás Estrada Palma, el presidente de la república. Enorme baldón para el primer presidente de Cuba, aquella mañana de agosto de 1906 ordenó matar a la historia. Pero aquel mismo día un prelado prestó su nombre al cuerpo inerte del guerrero para protegerlo y este nombre es Felipe Augusto Caballero, debemos recordarlo siempre.
 Porfin Libre

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