La última equivocación (cuento corto)
Siempre mantuvo tensas las riendas de la intuición, casi tan estiradas como los cordones de las botas de campaña que calzaba a diario. Mantener a raya la capacidad intuitiva gracias a la información de inteligencia, tan precisa y a tiempo como un parte meteorológico le consagró como un semidiós ante todos, hasta de sus más allegados. Por los salones de palacio se escuchaba a menudo la admiración por esa capacidad de adelantarse a los acontecimientos, a la jugada del contrario, esquivando los jaque mates del enemigo como si de un juego de tenis se tratara, era sencillamente invencible, intocable, capaz de lograr su omnipresencia en los más recónditos lugares, como si su ausencia se difuminara en el espacio por mandato divino. Estaba en todos los sitios a la vez, era él, la palabra mágica, la solución a todos los problemas, con poderes hasta para crear problemas a las soluciones. Todos le escucharon convertir antónimos en sinónimos, reveses en victorias, como si hubiera tenido en Pirro un mal discípulo, nada sin él, todo gracias a él, el señor del Olimpo.
Ahora, viejo y desvalido, aun conserva esa auréola de poder infinito entre sus más cercanos, incluyendo la guardia pretoriana que gira a su alrededor en un radio de centenares de metros, en un universo regido por él, el máximo, anciano, enfermo de gravedad, pero aun él, el más alto escalón de una cadena social que se encargó de diseñar desde su juventud en las montañas, donde estableció una frontera muy visible para todos, después de él, la nada. A modo de espejo humano, todo debía llegar hasta él y reflejarse, modificando lo que reflejaba según el prisma de sus volubles estados de carácter, reflejos que tras ser procesados regresaban a todos a través de su verbo locuaz, entrecortado, fabricando cuidadosamente cada palabra, que salían esmaltadas del horno de su cerebro reforzadas por la extensión de su dedo índice, amenazador pero con la delicadeza del paso de los felinos ante el ataque mortal. Le amaban con ese encanto paralizante que ofrece la majestuosidad del león frente a la gacela, con ese amor que se ancla en lo más profundo del ser, de ese amor que se convierte en una cortina de admiración para esconder tras de sí el mensaje que a la vista de todos es capaz de pasar inadvertido porque nadie quiere ni siquiera mirarle de soslayo, con ese amor paradójico de los humanos al riesgo, a las tensiones, a esa entrega total al ser que al menor error te dará muerte.
No sin esfuerzo se incorpora en el lecho. Está solo como ha pedido al personal, pero no logra dormir, el dolor en el flanco izquierdo del abdomen le recuerda la dirección del ataque principal del único enemigo que le ha logrado postrar, el cáncer. También ordenó retirar el espejo del baño, cada vez que contempla el rostro ajado, la barba blanca y con áreas ralas como sabana en larga sequía no puede evitar un sentimiento de angustia ante su propio deterioro. Entrecierra los párpados hasta localizar las cómodas pantuflas de seda, regalo del premier chino y se levanta. Los pasos inseguros le obligan a apoyarse en la pulcra pared hasta alcanzar el servicio sanitario. Se sienta para miccionar pues sostenerse en pie y pujar con el colector plástico que lleva acoplado al abdomen le molesta. Tras varios intentos y con la ayuda de tubo niquelado fijado a propósito en la pared, logra incorporarse y comienza el recorrido de tres metros que le separan de la cama, que en los últimos meses le parecen tres kilómetros. Cada vez le resulta más difícil vencer la distancia pero ni piensa en la posibilidad de que una enfermera le coloque una botella de esas para orinar, ya tiene bastante con la bolsa de heces que lleva al costado donde antes llevó siempre una pistola.
Ya sentado, retoma fuerzas para acostarse mientras acomoda la vista a la semipenumbra de la habitación y la ve. Le sorprende pero disimula. No la conoce, es joven y hermosa. Por la mente le pasa velozmente la probable identidad de la joven pero esperaba por una anciana, vestida de negro y rostro gélido, sin expresión alguna. Sin embargo, la joven tiene una belleza digna de admiración, con un aire entre tropical y nórdico, quizás el resultado de esas mezclas que se ven tan a menudo por estas tierras. No se detiene para preguntar.
– ¿Ya has venido?
– Sí, ya lo ves.
– Tenía otra idea de tí -sonríe a medias- creí que eras algo peor.
– Pues ya ves, te has equivocado.
– Sí, sí -afirma lentamente sin saber que hacer. Piensa aceleradamente en toda su vida mientras juguetea con la dentadura postiza como si saboreara un caramelo- ¿Puedo vestirme, digo vestirme como quisiera?
– Sí, tienes tiempo.
– Gracias, joven -ejecuta la frase pero ya utilizando su fórmula acostumbrada del halago objetivado. Alcanza la chaqueta verdeolivo con las insignas de comandante en jefe y la abrocha cuidadosamente. Acto seguido se coloca la gorra también con la insignia de máximo líder y la acomoda con un temblor imposible de disimular de sus manos huesudas y pálidas. Se inclina ligeramente hasta alcanzar el vaso de agua sobre la mesita y recupera su posición.
– ¿Puedo preguntarte algo? Disculpa que te tutee.
La joven asiente mientras cruza las piernas mostrando unas pantorrillas que harían palidecer de envidia a la Danae de Rembrandt.
– ¿Duele?
– No he venido a proporcionarte dolor, de eso se encargan otros.
– Menos mal, creí que dolería, aunque a decir verdad por el aspecto que tienes, se te puede acompañar con gusto -sonríe maliciosamente entre seseos-. Siempre creí que la muerte era algo rápido, como un disparo o algo así.
– Te equivocas otra vez, la muerte es sólo el comienzo de un proceso largo y profundamente doloroso para aquellos que la han utilizado en demasía.
– ¿Qué insinúas con eso?
– No insinúo nada, afirmo que por ejemplo en tu caso, que te has rodeado de muerte durante tantos años deberías al menos conocerla mejor.
– Mira -le espeta como una orden mientras la mira con odio-, llévame de una vez.
– ¿Ves?, de nuevo te equivocas. No vine a llevarte.
– ¿Entonces no me voy a morir?
– Sí, pero yo no vine a llevarte, yo vine a dejarte porque mientras la mayoría de los que has matado lo han hecho acunados entre mis brazos, eres uno de los pocos casos donde abandono. Yo soy LA VIDA y pasarás al inframundo sin mi aliento, sin el descanso de tu alma ajena de nobleza y clemencia. No te mueres porque LA MUERTE venga a buscarte, lo haces porque asqueada de tí, yo LA VIDA, te abandono.
– ¡Perra! -en postrer gesto intenta abalanzarse sobre el sillón de la joven pero cayó fulminado al suelo, estallando por el impacto la bolsa colectora regando las heces junto al cadáver del dictador. Envuelto por el horrible hedor le encontró la enfermera unos minutos más tarde.
Mientras tanto, LA VIDA salió con paso presto y vivo, a caminar de nuevo por las calles de CUBA.
Porfin Libre
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