¡Cuántos recuerdos entrañables de mi infancia vienen a salvarme de estos “tiempos revueltos”! Una vieja melodía, la foto de mi abuelo con mi perra en sus brazos, el olor de mi abuela que llega como una ráfaga de ternura desde la distancia, los colores del domingo en mi patio… El otro día le contaba a mi hijo que yo crecí con un televisor en blanco y negro, dibujos animados rusos y sólo de seis a siete de la tarde, sin vídeo, con derecho a comprar sólo tres juguetes al año, sin posibilidad de nintendo, y mucho menos “play station 3”, pues afortunadamente no se habían inventado.En la isla donde nací, el tiempo se había detenido y el barco de la tecnología se hundió antes de llegar a puerto. Pero, no me quejo, tuve una infancia feliz, de aguaceros interminables que me invitaban a echar a la calle barcos de papel; niños descalzos que jugaban a esconderse y no querían ser encontrados; libros con historias que ponían alas a mis ojos y podía hasta viajar en el tiempo; las novelas en la radio al mediodía, el pollito amarillo que me compró mi padre subiendo a mi cama en busca de calor; mi madre tendiendo la ropa lavada a mano, el olor de los frijoles negros en una cocina inmensa donde la sonrisa de mi abuela traspasaba las paredes. Mis recuerdos no han caducado, gracias a Dios. Cada día les pongo agua y abono para que sigan creciendo, verdes y robustos como la mata de mango de mi patio, que ahí está, desafiando el tiempo y los huracanes. Cada detalle permanece intacto en mi memoria, los he llevado conmigo por el mundo sin necesidad de pagar exceso de equipaje. Pesan poco y cuando crees que vas a morir de nostalgia, allí están ellos, con las caritas sonrientes, recién lavadas y dispuestos a darte un abrazo sincero. Sé que soy una romántica incurable, una niña testaruda, negada a renunciar a la fantasía y a la nostalgia, con una retahíla de hadas y duendes que me siguen fieles a través del tiempo y tantos cambios de islas y temperaturas. He viajado desde el mar Caribe hasta el círculo polar ártico, he visto la aurora boreal, los Mercedes del año, los glaciares y por último algo llamado Nintendo Wii, que todos quieren tener. Pero, yo prefiero quedarme con mis viejos recuerdos, un poco pasados de moda; sin embargo, nadie puede negar que tienen personalidad y encanto y gracias a ellos he logrado sobrevivir todos estos interminables años fuera de casa. Mi hijo de nueve años no puede creer que cuando yo tenía su edad allá por los 70, la palabra “aburrimiento” no existía. Éramos felices correteando por todo el barrio, disfrazados con los trajes del Zorro que las abuelas cosían con retazos e ilusiones. No teníamos muñecas que lloraban o hacían pipí, ni bicicletas con velocidades. Todo eso era ciencia-ficción para nosotros, algo lejano e inalcanzable. Cuando jugábamos a las “casitas” vestíamos a las muñecas (fabricadas de un plástico inflexible), con las ropas de los hermanos pequeños y en las cocinas de las casas sin techo ni paredes, hacíamos un delicioso fricasé de carne con las hojas de los árboles. Las cosas no venían tan perfectamente acabadas, por lo tanto la imaginación nos crecía en la cabeza como el árbol infinito de Jack y su frijoles mágicos; por cierto, un filme maravilloso que vimos en blanco y negro y sin efectos especiales. Que nadie piense que esto es una cruzada contra la tecnología y el nuevo milenio. Es simplemente un homenaje a los que como yo vamos a entrar muy pronto en la década de los 40 y llevamos a cuestas la difícil labor de educar a nuestros hijos en la era WiFi( la verdad, no sé si lo habré escrito bien).