Siempre mantuvo tensas las riendas de la intuición, casi tan estiradas como los cordones de las botas de campaña que calzaba a diario. Mantener a raya la capacidad intuitiva gracias a la información de inteligencia, tan precisa y a tiempo como un parte meteorológico le consagró como un semidiós ante todos, hasta de sus más allegados. Por los salones de palacio se escuchaba a menudo la admiración por esa capacidad de adelantarse a los acontecimientos, a la jugada del contrario, esquivando los jaque mates del enemigo como si de un juego de tenis se tratara, era sencillamente invencible, intocable, capaz de lograr su omnipresencia en los más recónditos lugares, como si su ausencia se difuminara en el espacio por mandato divino. Estaba en todos los sitios a la vez, era él, la palabra mágica, la solución a todos los problemas, con poderes hasta para crear problemas a las soluciones. Todos le escucharon convertir antónimos en sinónimos, reveses en victorias, como si hubiera tenido en Pirro un mal discípulo, nada sin él, todo gracias a él, el señor del Olimpo.
Ahora, viejo y desvalido, aun conserva esa auréola de poder infinito entre sus más cercanos, incluyendo la guardia pretoriana que gira a su alrededor en un radio de centenares de metros, en un universo regido por él, el máximo, anciano, enfermo de gravedad, pero aun él, el más alto escalón de una cadena social que se encargó de diseñar desde su juventud en las montañas, donde estableció una frontera muy visible para todos, después de él, la nada. A modo de espejo humano, todo debía llegar hasta él y reflejarse, modificando lo que reflejaba según el prisma de sus volubles estados de carácter, reflejos que tras ser procesados regresaban a todos a través de su verbo locuaz, entrecortado, fabricando cuidadosamente cada palabra, que salían esmaltadas del horno de su cerebro reforzadas por la extensión de su dedo índice, amenazador pero con la delicadeza del paso de los felinos ante el ataque mortal. Le amaban con ese encanto paralizante que ofrece la majestuosidad del león frente a la gacela, con ese amor que se ancla en lo más profundo del ser, de ese amor que se convierte en una cortina de admiración para esconder tras de sí el mensaje que a la vista de todos es capaz de pasar inadvertido porque nadie quiere ni siquiera mirarle de soslayo, con ese amor paradójico de los humanos al riesgo, a las tensiones, a esa entrega total al ser que al menor error te dará muerte.